¿Mide la belleza nuestra grandeza?
La cuestión del culto al cuerpo existe desde la antigüedad. Sin embargo, en los últimos años, la obsesión por el cuidado de nuestra apariencia se ha convertido en algo común, comenzando cada vez a edades más tempranas generando una gran preocupación entre los padres, que ven cómo sus hijos imitan las tendencias que les llegan desde las redes sociales y la televisión.
El sistema educativo nunca tuvo como prioridad inculcar valores que nos capaciten para pensar por nosotros mismos, en el mejor de los casos, se centra en transmitir información. Los padres, por su parte, suelen estar demasiado ocupados y además no se sienten preparados para educar.
Como resultado, los niños crecen y aprenden en un entorno influenciado por redes sociales, televisión y amigos, que a su vez también aprenden de las mismas fuentes donde solo la apariencia parece importar. Un entorno donde se les envía constantemente el mensaje: “Sin un atractivo físico, no vales nada”.
Cuando los jóvenes deciden que quieren hacerse una operación estética, una rinoplastia, un aumento de labios, etc., sus padres no deberían sorprenderse ni enfadarse con ellos, ya que los valores a los que están expuestos les inculcan que solo el exterior importa.
El entorno social es nuestro verdadero educador. Los valores y costumbres que interiorizamos del entorno donde nacemos, determinan nuestra vida mucho más que los conocimientos adquiridos sobre el cálculo, la gramática o la historia.
Alimentar esta superficialidad es muy conveniente para las grandes corporaciones y empresas de alta tecnología, que se lucran cuando logran que necesitemos consumir sin sentido y deseemos cambiar nuestro aspecto. Como resultado, sentimos que somos lo que poseemos y solo nos importa cómo nos ven los demás, es decir, perdemos nuestra verdadera personalidad y nos volvemos competitivos deseando que los demás tengan menos y se vean peor que nosotros.
Solo si vamos más allá de lo superficial y nos enfocamos en conectar y colaborar con los demás, nos daremos cuenta de que no importa tanto cómo vistamos o qué coche conducimos. Lo importante no son las posesiones materiales, sino cómo hacemos sentir a las personas y cómo nos hacen sentir. Cómo tratamos a los demás y en qué consideración los tenemos. Esa es la verdadera belleza.
Cuando construyamos una sociedad solidaria y empática, entonces y solo entonces, podremos decir que educamos bien a nuestros hijos. Y ellos mismos serán más felices, pues sabrán que pueden crecer en un entorno que no compite con ellos.
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